Por José Carlos Bouso

Querido lector, antes de que el título de este artículo le lleve a crearse falsas expectativas, quiero aclararle que la respuesta a tan publicitaria pregunta no la sabe nadie: ni místicos, ni chamanes, ni, por supuesto, científicos. Lo que voy a tratar de explicar es, simplemente, el mecanismo biológico subyacente al efecto psicológico de las drogas llamadas alucinógenas, con la modesta intención no de iluminarle, sino tan solo de entretenerle. Discúlpeme si el título le resulta engañoso, o lo que es aún peor, capcioso; nada más lejos, en cualquier caso, de mi intención, que no ha sido otra, proponiendo este título, que la de llamar su atención sobre mi artículo. Espero, en cualquier caso, no decepcionarle.

Primero de todo, decirle que no voy a entrar a discutir en exceso si la palabra apropiada a utilizar para referirse a este tipo de sustancias como son la LSD, la psilocibina, la mescalina o la DMT, entre otras muchas, es la de alucinógeno, visionario, psiquedélico, cosmodélico, enteógeno, enteodélico o cualquier otra de entre las más de 100 palabras que se han propuesto para clasificar a estas drogas de efectos tan impresionantes. El núcleo central de la experiencia con cualquiera de estas drogas es su radical transformación del entendimiento de la realidad, de ahí que el término alucinógeno me parezca el más apropiado, sin que ello implique una subestimación ni mucho menos una desvalorización hacia la experiencia alucinatoria. Dado el mundo alucinado en el que vivimos, donde el simple hecho de abrir un periódico cualquiera un día cualquiera es más impactante e incognoscible que la más intensa de las experiencias psiquedélicas, creo que una alucinación, en un contexto determinado, puede corresponderse con la realidad de una forma más unívoca que muchas de las experiencias cotidianas, luego hablar de alucinógenos no implica necesariamente un término despectivo y si lo llevamos a su radical expresión puede que los alucinógenos, lejos de transportarnos a experimentar realidades que no existen, nos permitan realmente experimentarlas en su más desnuda y real expresión[1]. En cualquier caso, utilizaré indistintamente cualquiera de los términos previamente mencionados si considero que, al margen de perder precisión semántica, el texto gana en estética narrativa.

He elegido este título como el primero de mis artículos para esta revista, en la que tan amablemente me ha acogido como nuevo colaborador mi estimable amigo Raúl del Pino, el de la píldora azul, por radicar en él la gran pregunta de la historia de todo el pensamiento occidental: ¿de dónde viene la conciencia? En Filosofía, a este problema se le conoce como el problema de los qualia, esto es, ¿qué le otorga, por ejemplo, la rojeidad al rojo o la amargura a lo amargo? Y por extensión: ¿qué le otorga la felicidad a la risa o el amor a las relaciones entre personas? El mismo problema subyace a la pregunta de por qué una moleculita imposible de ver a simple vista despliega todo un abanico de efectos psicológicos muchas veces sobrecogedores. Es el problema de las relaciones entre la materia y el espíritu, entre el cerebro y la mente. El gran problema que le acecha al hombre singular a diario, el problema mismo de la existencia.

Quizás otras culturas, las chamánicas, no se planteen este problema por no establecer diferencias entre los estados ordinarios y los no ordinarios de conciencia y vivan instalados en un monismo ontológico radical permanente. Quizás, en la medida en que las civilizaciones se desnaturalizan dejando de formar parte de sus ecosistemas naturales para construir ecosistemas urbanos, las pajas mentales afloran llegando al absurdo de, a día de hoy, gastarse miles de millones de euros en investigaciones que solo resuelven problemas construidos, siendo todo, en el fondo, mucho más fácil que todo eso: simplemente los problemas no existen fuera de nuestro embrollo mental. Aunque no lo creo: en el momento en el que hay reflexión sobre uno mismo, esto es, en el momento en el que uno se proyecta en el futuro aparece el dualismo, luego cualquier miembro de cualquier cultura, por tener un cerebro de Homo sapiens, necesariamente se plantea los mismos problemas, de ahí que todas las culturas tengan, en última instancia, religiones. Y que las religiones sean lo único que tiene el ser humano que los animales no tienen, o al menos no hay pruebas de que ello ocurra.

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Pero vayamos al grano: haciendo un recorrido histórico podemos situarnos en Aldous Huxley y en su seminal obra Las puertas de la perceción. Allí Huxley retoma el concepto de Bergson de que en nuestro cerebro debía haber una especie de “válvula reductora” que cuando se relaja permite un afloramiento de estímulos tanto provenientes del mundo externo, como del mundo interno, que daría lugar a la experiencia psiquedélica. “Si las puertas de la percepción se limpiaran” era la forma poética que Huxley encontró en los versos de William Blake para referirse al proceso fisiológico según el cual si la válvula reductora del cerebro se relajara “el mundo aparecería tal cual es, infinito”. Según Huxley, las mescalina y otras sustancias afines reducirían la presión de la válvula reductora, encargada de filtrar la estimulación sensorial proveniente tanto del medio externo como del interno, de tal forma que la experiencia psiquedélica era resultado de la relajación del filtro, y su contenido el resultante de la penetración en el organismo de mayor cantidad de estímulos sensoriales.

Debido quizás a la belleza narrativa de esta obra de Huxley y sobre todo a su original propuesta de explicación fisiológica, esta explicación traspasó las fronteras de la literatura llegando a instalarse en el corazón mismo de la ciencia. Hoy día se sabe que una estructura cerebral llamada tálamo es la responsable de filtrar la información sensorial, siendo un candidato excelente a válvula reductora. De ahí que algunos científicos, guiados más por la belleza aparente del modelo que por los datos que lo sustentan, modernizaron dicho modelo para hacer radicar precisamente la válvula reductora de Huxley en el tálamo y explicar de hecho la experiencia psiquedélica como una modulación de dicha estructura causada por este tipo de sustancias[2].

La investigación animal, tan justamente denostada tantas veces, ha aportado sin embargo un cuerpo empírico de conocimiento muy interesante sobre este fenómeno. Así, se sabe que cuando un receptor cerebral llamado 5-HT2A -pero si el nombre no les gusta pónganle el que quieran: Osama Bin Laden, Obama, Pepito Grillo, lo que quieran- se activa, y los únicos fármacos a día de hoy que se conocen que activan este receptor con consecuencias comportamentales son los psiquedélicos (hay al menos un fármaco que activa los receptores 5-HT2A sin que pase nada, pero dejaremos el análisis de este misterio para números futuros)… bien, cuando un psiquedélico se une a ese receptor, se produce una liberación de un neurotransmisor clave en el procesamiento de la información: el glutamato. El glutamato es el principal neurotransmisor excitatorio de la corteza cerebral, la estructura más moderna, de aparición más tardía y de enorme extensión, comparada con otros animales sociales, de nuestro cerebro. La corteza, sin embargo, no está superpuesta a las otras estructuras cerebrales (llamadas subcorticales), sino que se entrelazan con ella; esto es a la vez una ventaja, pues permite tomar decisiones rápidas sin pensar mucho y además generalmente acertar, pero también es fuente de, por quitármelo ya y no darle más vueltas, neurosis. Pero, de nuevo, esto es algo que dejo para futuros artículos[3].

La cosa es que el glutamato se encarga de transmitir información por toda la corteza cerebral, es un factor clave en el aprendizaje y en la plasticidad cerebral y es el químico endógeno responsable de que nos mantengamos alerta cuando afrontamos retos comprehensivos en relación a algún aspecto de la realidad. Bien, cuando se toma un psiquedélico y se activa el receptor Osama, se produce una liberación de glutamato en un área más precisa todavía: en la capa V de la corteza preferontal. La corteza prefrontal es donde residen nuestras habilidades cognitivas más sofisticadas y está conectada con estructuras subcorticales de tal forma que es una estructura esencial tanto en la toma de decisiones como en la gestión de las emociones. Y las neuronas de la capa V conectan la corteza prefrontal con áreas distales de la corteza, es decir, son las que transmiten al resto de la corteza información respecto a lo que pasa “ahí adentro”. En resumidas cuentas: cuando se toma un psiquedélico se produce una liberación de glutamato en la corteza cerebral de tal forma que se crea un circuito reverberante prefrontal que se traduce en un vertiginoso procesamiento de la información sin que tengan nada que ver supuestas válvulas reductoras, filtros talámicos, ni ningún otro tipo de filtrado sensorial. La experiencia de hecho, más que sensorial, sobre todo es cognitiva, es de procesamiento de la realidad y de cualidad cognoscitiva, no de inundación sensorial por apertura de filtros. Esta diatriba, lejos de representar una discusión escolástica, es de suma importancia clínica, ya que las drogas alucinógenas son modelos heurísticos útiles para la investigación en el tratamiento de las enfermedades mentales, luego lo certero del modelo puede diferenciar, al margen de interpretaciones fenomenológias, entre buscar errónea o acertadamente tratamientos eficaces[4]

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Las modernas técnicas de neuroimagen permiten mirar qué estructuras cerebrales están activadas cuando está ocurriendo un proceso cognitivo y/o emocional concreto, o también cuando se quiere ver qué áreas cerebrales son afectadas por un fármaco. En el laboratorio de Neuropsicofarmacología Humana Experimental, del Instituto de Investigaciones Biomédicas-Sant Pau, en Barcelona, el Dr. Jordi Riba administró a voluntarios sanos ayahuasca liofilizada (de tal forma que se mantienen todas las propiedades del brebaje ya que lo único que se retira es el agua, permitiendo así hacer placebos con los que poder comparar) y utilizando una técnica de neuroimagen llamada SPECT (tomografía por emisión de fotones) vio qué áreas cerebrales se activaban. Para sorpresa de muchos, efectivamente, tras la administración de ayahuasca no se activan áreas subcorticales, incluyendo el tálamo, sino áreas de la corteza cerebral, concretamente áreas prefrontales y en concreto la ínsula y el cingulado (ahora explicaré qué es eso), así como áreas parahipocampales, es decir, áreas corticales relacionadas con procesos emocionales y de memoria[5]. A la ínsula y al cingulado se los relaciona con la experiencia de toma de conciencia de las cosas que le ocurren a uno por dentro (tales como la percepción de emociones o de sensaciones corporales internas) e incluso hay quien propone a dichas estructuras como la sede de la conciencia. La ínsula, por ejemplo, se ha visto que está aumentada en meditadores experimentados. Y el hipocampo y áreas circundantes están implicados en los proceso de memoria. Bueno, para ser precisos, son estructuras que sirven para codificar los estímulos que vienen de afuera (no confundir con el tálamo, que solamente los filtra) para lanzarlos a los depósitos de memoria a largo plazo de tal forma que cuanto mejor codificados estén más fácilmente puedan luego recuperarse. Si a este cuadro le añadimos que la liberación de glutamato implica un aumento en la tasa de impulsos sinápticos (potenciales de acción, en jerga) creo que el lector no necesita más explicaciones para hacerse una idea de lo que ocurre en la cabeza de uno cuando toma, para bien o para mal, un alucinógeno.

Si en este artículo hemos abordado las bases neurobiológicas de la experiencia psiquedélica, en el siguiente trataremos de explicar cómo se ven alterados procesos psicológicos y perceptivos concretos utilizando paradigmas de investigación experimental en laboratorio.

 


[1] Para un defensa del término alucinógeno ver, por ejemplo: http://psychonautdocs.com/docs/Metzner%20-%20Hallucinogenic%20Plants.pdf

[2] La última versión de este modelo puede encontrarse aquí: http://www.maps.org/w3pb/new/2008/2008_Geyer_23106_1.pdf

[3] Si alguien mientras tiene curiosidad por este tema en concreto puede leer cualquiera de los libros de Antonio Damasio publicados en español pero, sobre todo, el esclarecedor libro, tristemente descatalogado, de Joseph LeDoux titulado El cerebro emocional o su más reciente libro no traducido Synaptic self.

[4] Ver: http://www.investigacionyciencia.es/Archivos/MYC_44_MAESO.pdf

[5] http://www.maps.org/w3pb/new/2006/2006_Riba_22766_2.pdf

Acerca del autor

Jose Carlos Bouso
José Carlos Bouso es psicólogo clínico y doctor en Farmacología. Es director científico de ICEERS, donde coordina estudios sobre los beneficios potenciales de las plantas psicoactivas, principalmente el cannabis, la ayahuasca y la ibogaína.